Wednesday, April 06, 2011
Una ojeada a Chiapas
Mientras me preparo un fresco vaso de taxcalate en agua, releo las noticias que dan cuenta de la presentación en Chiapa de Corzo, Chiapas, de la Feria Nacional de San Marcos que tendrá como invitado especial en este año al último estado en anexarse a la república mexicana. Con razón podríamos decir que su nacionalidad tiene más valor, porque eligieron ser mexicanos cuando habían formado parte de la capitanía general de Guatemala, que luego se desmembrara con la independencia de la Nueva España. El taxcalate, amable lector es una bebida que se prepara con un polvo resultante de moler cacao y axiote, éste último le da su coloración rojiza característica y como un "choco" se le toma frío o caliente, en leche o en agua y en cualquiera de sus formas es delicioso. No debe ser complicado conseguirlo porque en Aguascalientes tenemos una representación chiapaneca numerosa, pero si no, siempre queda el recurso de obtenerlo en una vuelta a México en el famosísimo mercado de Sonora, donde se consiguen los productos más extraños y las comidas más exóticas, pasando, como deber ser, por toda clase de talismanes y amuletos. Lugar cargado de energía, pero a la que sólo algunas personas elegidas son susceptibles, afortunadamente.
Ha de dispensar el lector que esta columneja se revista de nostalgia y el autor rememore, con perdón, su primer viaje a Chiapas, plagado de sorpresas, de encuentros, de magia, de naturaleza viva y de un pasado milenario que asombra y subyuga. Para un habitante del altiplano en el que como decía Miguel de Unamuno la vista puede soltarse y vagar libremente hasta el horizonte, el encuentro con la vegetación exuberante de la "última frontera" (así de chocante le llamaba un anuncio de la secretaría de turismo chiapaneca) es todo un hallazgo, los matices del verde, el colorido variado de la fruta, la vegetación que literalmente se te echa encima impide que la vista vague, se topa a cada momento con un motivo que la sujeta, que la atrae, que la retiene. Al bajar del avión en Tuxtla Gutiérrez, una mañana húmeda y calurosa como el 99% de sus mañanas empezó a llover y curiosamente la sensación era de que esa lluvia no mojaba. ¡El agua era templada! Uno acostumbrado a la lluvia fresca y fría de la altiplanicie. Hasta la lluvia tenía un matiz sensual y cálido que te acariciaba y seducía. Sensación que con diversos matices se repetiría a cada nueva experiencia.
Tuxtla, he de decirlo no me impresionó particularmente, si no fuera por el sensacional descubrimiento de los huevos motuleños a la chiapaneca en que el toque de la salsa los distingue de los auténticos Motul. Además, para no extrañar, en aquella primera visita estaba de moda en Tuxtla el Ron Huasteco Potosí, el famosísimo "periquito" que también en Aguascalientes tenía una legión de adeptos, encabezada por Miguel Aguayo Mora, Ladislao Juárez Ponce el "Chato" y Enrique Sevilla Flores.
Visitar Chiapa de Corzo es un regalo a los sentidos, ciudad recoleta, sabrosona, discreta y querendona, como seguramente en las adolescencias imaginamos al amor eterno. La plaza tiene una construcción entre mozárabe y suriana de ladrillo rojo que, dicen, reproduce la corona de la reina de España. Para no entrar en polémica vale mas no intentar averiguar de qué reina se trata, aunque para zanjar la posible disputa más vale aceptarlo y guardar para el coleto la convicción de que en todo caso se trataría de la reina de corazones, que cualquier mujer chiapaneca, por no decir cualquier mujer, merece ser reina de corazones, y tener una corona en la plaza de toda ciudad.
Cahuaré, un paso obligado hacia el cañón del Sumidero, a unos cuantos kilómetros de Chiapa de Corzo, en una revuelta del Río Grijalva, se encuentra la islita de Cahuaré, alguien me dijo que el nombre significaba nido de víboras, me gustó tanto que prefería creerlo antes que cuestionarlo. Había un balneario y algunas fondas de un sabor tan típico y una presentación tan deliciosamente sencilla que eran un encanto. Al atardecer algunas de las fondas se convertían en lugares de baile en donde la cadencia de la música y el fluir del río ponían lindo marco a las morenas bailadoras.
Y luego ¡el Sumidero!...habrá quien se atreva, yo no tengo palabras ¡el Sumidero!.
La carretera se enreda, se enrosca, se despereza para volver a intrincarse, la vegetación empieza a modificarse, se sube, se sube, se sigue subiendo, mas curvas, mas vueltas, un viento fresquecillo que anuncia la llegada a un enclave señorial en donde la huella humana marco indeleble la impronta de la cultura occidental: ¡San Cristobal las Casas! En el templo de Santo Domingo las águilas de los Austria nos recuerdan que Carlos, el monarca en cuyos feudos no se ponía el sol, lo era de Alemania y de España. El mercado es una gloria, una explosión de color, de olores, de sonidos, se mezcla el acento peculiar del altiplano chiapaneco con las lenguas indígenas. Ya había notado como, los grupos indígenas se distinguían perfectamente por el color de sus ropas. Unos blanco y negro, otros rosa mexicano, otros más rayados verticalmente en negro y blanco, otros en rojo y blanco, otros con rayas horizontales. Me explicaron que fueron los misioneros los que convencieron, ya se sabe que los misioneros eran convincentes y tenían múltiples medios de convicción, a los indígenas para que cada grupo étnico usara diferente color lo que les permitía reconocerlos fácilmente. Hasta la fecha persiste el uso de diferentes colores en las etnias.
El espacio que la hospitalidad de este diario me brinda semanalmente se acaba y no bastará para terminar mi ojeada a Chiapas, tengo que terminar con dos estampas de San Cristóbal. Visité al presidente municipal, entonces el Ingeniero Jorge Orozco, a quien pregunté por la cárcel de la que tenía algún antecedente. El Ingeniero me invitó a acompañarlo a visitarla. La cárcel estaba, como la antigua cárcel de varones de Aguascalientes a espaldas de la Presidencia Municipal. Un solo guardia vigilaba en la puerta y no vi a otros en el interior. "Es que no tenemos para pagarles" me explicó el Ingeniero. Los internos se acercaban a saludarle, -Don Jorge, ¿cómo está?-, -Don Jorge, que bueno que viene-, -Don Jorge necesito permiso para ir a ver a mi mamá-, -Anda pues- y así por el estilo. Luego Don Jorge se dirigió al grupo y les dijo tenemos invitado tóquenle algo. De alguna crujía surgieron como cuatro metros de marimba y cinco marimberos que empezaron a tocar. Después me mostraron los huertos de hortalizas, los talleres, la cocina, la lavandería y yo no salía de mi asombro. Mientras en la capital de la República se discutía la "ley de normas mínimas para la readaptación" este ingeniero químico había logrado, con el sentido común y una sensibilidad poco común crear un auténtico centro de readaptación.
En San Cristóbal se establecieron una pareja de holandeses que dedicaron su vida al estudio de los grupos étnicos, en particular a los lacandones. Ellos, los Bloom, fundaron "Na-Bolom" la Casa del Jaguar, visita obligada para todo aquel que tenga interés en la etnografía de los altos de Chiapas. Na-Bolom se ubicaba en una casa grande con un gran patio central que daba acceso a la biblioteca, a los servicios, a una estancia con una gran chimenea, a la huerta, a la pequeña administración del lugar y al estudio de Gertrudis Bloom. Resultaba enojoso pensar que fueran extranjeros los que hubieran montado este centro de estudios que también es un pequeño museo, y que lo hicieran con carencias, con esfuerzo y si el apoyo de las autoridades mexicanas. Fui a Na-Bolom naturalmente, estuve horas en la biblioteca y para relajarme y descansar un poco me metí a caminar a la huerta que era como un gran corral, o por mejor decir, como un gran jardín. De repente un trueno sordo anunció, cosa frecuente en el trópico, el desencadenamiento de una tormenta, me apresuré a regresar, pero alguien se había anticipado y cerrado la puerta de la huerta. Todos se habían refugiado en los cuartos mientras pasaba la lluvia. Me quedé en la huerta, tratando de guarecerme de la lluvia en el dintel de la puerta y …allí empezó otra historia que ya no hay espacio para contar.
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