Wednesday, October 12, 2011

Hace 43 años…

“La tarde ya esparce el viento/ el corazón en la mano/ hay sangre en el pavimento/ es la sangre de mi hermano. Ni rifles ni bayonetas/ podrán con este lamento/ tendidos en las cunetas/ y muy alto el pensamiento” Canción de protesta de 1968.

Hace 43 años el estupor se había apoderado de la población medianamente informada, por no decir dolosamente malinformada, si acaso Excelsior “El periódico de la vida nacional” en su edición del día 3 cabeceaba el enfrentamiento del ejército con grupos de estudiantes armados y la previsible consecuencia de algunos muertos. La represión violenta en vísperas de los Juegos Olímpicos había sido anunciada el anterior 1° de septiembre por el presidente Gustavo Díaz Ordaz, “Hemos sido tolerantes hasta el extremo…aplicaremos las medidas previstas en la constitución… Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación.” Abel Quezada había publicado su espacio en negro y lo había titulado ¿Por qué?. Los coros oficiales se apresuraron a felicitar al presidente por la patriótica medida con la que valientemente había enfrentado a los intereses oscuras de doctrinas exóticas que pretendían desestabilizar al país, aprovechando la celebración de las olimpiadas. Centenas, quizás miles, de personas recorrían las diversas delegaciones en busca de sus parientes, sus amigos, sus compañeros, desaparecidos. Las instrucciones del gobierno del Distrito Federal presumiblemente siguiendo órdenes presidenciales, fueron que los cadáveres y los detenidos no se concentraran en una sola de las delegaciones para evitar la unión de los que buscaban a sus gentes. La intervención del ejército implicaba, por otra parte el traslado al campo militar número uno de los detenidos considerados mas peligrosos y de un número indeterminado de cadáveres que según algunos fueron cremados allí mismo. Algunas voces de periodistas no coptados, como la italiana Orianna Fallaci, quien por cierto resultó herida esa tarde en Tlatelolco, daban a conocer la masacre a la prensa mundial. En México sólo una revista clandestina “¿Por qué?” publicaría algunas fotos. La llegada de los contingentes de deportistas, los actos protocolarios, la ruta de la amistad, el fuego olímpico, el “citius, altius, fortius” del Barón de Coubertin ocuparon el espacio que una nación dolida hubiera dedicado a sus jóvenes desaparecidos. Mientras el grueso de la población seguía, cautivada o cautiva, las transmisiones deportivas y otros muchos asistían a los escenarios olímpicos, cientos de personas seguían preguntando por sus familiares, amigos, compañeros, que no aparecían ni aparecerían nunca.

Hace 43 años el gobierno justificó la represión violenta por la “necesidad” de preservar la paz social y mantener la “pureza” de nuestra idiosincrasia ante las acechanzas de doctrinas exóticas, de moda estaba imputar al comunismo internacional todas las calamidades, como en Roma se culpaba a los Cristianos, o en la Alemania de Hitler a los judíos. El presidente Gustavo Díaz Ordaz asumió la responsabilidad histórica de la decisión, ¿Podría ser de otra manera en un régimen autocrático cómo el que entonces se vivía? Seguramente no, aunque hay voces que afirman que Díaz Ordaz fue “víctima” de su Secretario de Gobernación Luis Echeverría y del Jefe del Departamento del Distrito Federal Alfonso Corona del Rosal.
Hace 43 años la información fue confusa, fue dispersa, fue incompleta, fue distorsionada. Seguramente nadie sabrá con seguridad el número de muertos en la desgracia de Tlatelolco, ni entonces ni ahora se tienen datos confiables. Muchos familiares de desaparecidos no los reportaron como muertos porque abrigaban, al no aparecer los cadáveres, la esperanza de que se hubieran ocultado o hubieran sido detenidos. Las cifras oscilan desde una treintena que aceptó la versión oficial hasta la de varios miles que afirmaban los líderes del movimiento.
De primera mano conocí una versión de un militar que formó parte del batallón Olimpia, del que naturalmente me reservo el nombre, y que participó en la acción de Tlatelolco. El batallón Olimpia se formó con vistas a participar en la seguridad de los juegos olímpicos con una selección de tropa y oficiales de las diversas zonas militares del país. Fue un cuerpo de elite. Concentrados en la ciudad de México desde inicios de 1968 fueron acuartelados a partir del incidente del 26 de julio en que se enfrentaron (eso dijo la versión oficial) grupos de la Preparatoria Isaac Ochoterena y de una Vocacional y que al pretender ser disueltos por la policía efectuaron actos de vandalismo y pillaje en el centro de la ciudad, refugiándose algunos en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, de donde fueron desalojados luego de que el ejército con una bazooka destruyera la centenaria puerta del Colegio. Desde entonces realizaron varios servicios, de vigilancia, de prevención, sin poder salir de los cuarteles sino para cumplir las órdenes de los servicios. Tensionados, insultados, objeto de mofas, los soldados tenían órdenes estrictas de no responder a ninguna provocación. Al paso de los días la presión se acrecentaba, para el 2 de octubre, luego de varias manifestaciones, incluida la “marcha del silencio” el batallón Olimpia recibió órdenes de presentarse y vigilar la gran asamblea convocada en la Plaza de las 3 Culturas, mi informante me dice que llevaban para identificarse un guante blanco, pero que junto al batallón Olimpia participaron también contingentes de paracaidistas al mando del General Hernández Toledo que al ingresar a la Plaza, luego de una bengala verde al parecer proveniente de un helicóptero se desencadenó la balacera en la que, por un lado disparaban franco tiradores apostados en las alturas de los edificios que rodeaban la plaza, por otro los militares contestaban el fuego, el pánico provocó el desorden y en el caos disparaban militares uniformados y otros vestidos de paisanos, policías uniformados, policías secretos, policías supersecretos, y atrapados en la balacera los asistentes al mitin que se convirtieron en víctimas de la paranoia de las autoridades. La masacre fue terrible, me decía mi informante. Muchos años después, me platicaba, seguía teniendo pesadillas en las que se soñaba en medio de la Plaza de las 3 Culturas anegada en sangre.
A 43 años aún no sabemos qué pasó, no sabemos por qué pasó, ignoramos las cifras reales, ignoramos el papel que al final jugó el comité de huelga, desconocemos quién dio la orden o quién convenció a quien dio la orden. Sí sabemos, que, a 43 años persisten en este pobre país dolorosas injusticias, desigualdades insultantes, lacerante miseria, una violencia desbordada y una
desesperación cercana a la desesperanza. Y una generación, la del 68, que fuimos jóvenes y ahora somos viejos y conservamos el estupor de entonces.
¿Por qué?.



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