(Recorridos por el centro histriónico.- A mis
amables y desocupados lectores les prevengo que a partir de la próxima entrega
y por algunas semanas dedicaré este espacio a comentar algunos aspectos del
centro de nuestra ciudad, muy pretencioso llamarle histórico, muy machista
llamarle histérico, así que preferí llamarle histriónico. Será como una visita
guiada pero “pior”. Están advertidos, pero no lo divulguen por si cae algún
incauto.)
Habrán
de dispensar que dedique estas líneas para hablar de la vejez, lo hago para
incomodar a mis compañeros de generación, que inexplicablemente han envejecido,
en tanto que las compañeras, todas sin excepción, lucen guapas, rozagantes y
jóvenes, lo que me lleva a concluir o bien que las damas (nuestras compañeras)
han celebrado un pacto al estilo Dorian Gray o que definitivamente el tiempo no
transcurre igual para los hombres que para las mujeres. Aunque debo reconocer
en los varones algunas excepciones, por ejemplo la de Arturo G. que
inexplicablemente se conserva guapo, rozagante y joven y la de algunos más
deteriorados que prefirieron no asistir a la comida de navidad de ex-preparatorianos
de la Generación 1964-1965 del IACT.
Alguien
decía que los síntomas inequívocos de la vejez eran dos, el primero que
empezaran a borrarse los nombres, situaciones y recuerdos y el segundo ya se me
olvidó. Aunque la ventaja, que todos los de la tercera edad para arriba, quizás
antes, hemos experimentado, es que la vejez ¡Qué adultez en plenitud ni que
ocho cuartos! Junto con las limitaciones que evidentemente trae, trae también
la disposición para aceptarlas. No se puede hacer lo mismo ni con la misma
disposición de los tiempos mozos. Ladislao “El Chato” Juárez, a quien envío un
cariñoso saludo con el deseo de que pronto se alivie, me contestó con su
inigualable sentido del humor a la pregunta de ¿Cómo estás Chato? “Pues mal, el
trabajo ya no me da placer y el placer me da tanto trabajo”. Por supuesto, como
solían decir las películas, no es alusión a nadie, y cualquier semejanza es
pura coincidencia, aunque estoy pensando en algunos destinatarios preferentes
de la frase.
Y
el inefable Pepito, el de los chistes de la era antes de Ninel Conde,
preguntaba a su mamá (Perdón por la cita en francés) –Mamá, mamá, ¿pendejo se
acentúa?- y la autora de sus días, su amante progenitora, su abnegada
madrecita, su ejemplar paradigma, le contestó inmisericorde –Con los años
Pepito, con los años-. Quien me la platicó me asegura que es un cuento
gracioso, pero a medida que pasan los años menos gracia me hace. Ojalá Ud.
amable lector tengo la edad para que le haga gracia, o tenga la gracia para que
no le haga mella la edad.
Hace
algunos años un amigo querido me decía “Me estoy preparando para ser un buen
viejo. No quiero ser un viejo cascarrabias, ideático o terco, que aleje a la
gente y en particular a los nietos”. Cuánta razón pensé y sin embargo cuántas
veces conductas que criticábamos de nuestros viejos y que nos propusimos no
llegar a hacer, terminamos haciendo y cuántas veces terminamos siendo lo que no
queríamos ser.
(Libroso,
lector y memorioso.- Antonio Javier Aguilera García, tenedor de la biblioteca
jurídica más importante, por el número y la calidad, del centro de la
República, me demostró una vez más, que no sólo los tiene, sino que además los
lee y lo que es peor ¡los recuerda!. Me llamó para hacerme notar dos
inexactitudes en mi colaboración anterior: George Gurvitch antes que Gustav
Radbruch habló de Derecho Social y además escribió un libro con ese título y
Victoriano Huerta no fue alumno regular de West Point. Le agradezco la
precisión.)
Ahora
que el internet ha sustituido al molino o a las reboticas de antaño, el mundo
se nos ha empequeñecido y podemos estar en contacto con multitud de personas a
un mismo tiempo, recibir comunicaciones, establecer conversaciones, y conocer
más y más gente. Los correos se multiplican e inundan las cuentas electrónicas.
Llama la atención la cantidad de comunicaciones con reflexiones, meditaciones o
gracejadas y entre ellas ocupan un lugar preponderante las reflexiones sobre la
vejez. La mayoría insiste en una mentira piadosa que los viejos parecemos
aceptar de buen grado: Que la juventud es un estado de ánimo y que no se es viejo
por el mero transcurso del tiempo si conservamos la frescura, la lucidez, la
alegría y el entusiasmo por la vida.
Como
todo sofisma, este razonamiento parece tener un trasfondo de verdad, si no
fuera así, de entrada lo rechazaríamos, pero en esa postura subyace una
falsedad: que la juventud es un valor en sí misma y que la vejez es un mal en sí
misma. Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre. Aunque el mundo
moderno parece actualizar una divisa latina, de Virgilio probablemente, “Recedan
vetere” que el Dr. Desiderio Macías Silva traducía grosera pero simpáticamente
como “A la chingada los viejos”. La vida actual parece exigir una juventud
perenne y el comercio ofrece multitud de cremas, afeites y artilugios para
disimular la vejez, como si cumplir años fuera un pecado y ostentarlos una
desvergüenza.
Se
cuenta una anécdota de la vigorosa y temible reina Victoria de Inglaterra. Un
pintor le obsequió un retrato en el que había suprimido las arrugas, suavizado
la expresión y disimulado las canas, buscando, obviamente, halagarla. La reina,
juiciosa, se lo regresó con una nota en que le decía que “Habiendo librado
muchas batallas en la vida no deseaba un retrato que la mostrase como si
hubiera salido ilesa”. Particularmente, respeto la decisión de cada quien de
parecer lo que quiera parecer y representar el papel que quiera representar,
pero siento que haría más bien al mundo que los jóvenes se comportaran como
jóvenes y no como viejos apacibles y tranquilos y que los viejos nos
comportáramos como viejos, no deseando representar el papel que tuvimos que
haber representado cuarenta años atrás. Habría que aprender la lección de una
buena infusión de café, que se logra, según los que saben, con una mezcla
equilibrada de granos “planchuela” y “caracolillo”. Los primeros provenientes
de las plantas jóvenes y vigorosas aportan más aroma, los segundos que vienen
de las plantas viejas y concentradas aportan más sabor. La vida es eso, aroma y
sabor, todo a su tiempo.
(Suicidios
recurrentes.- Narra Aulio Gelio en un capítulo de sus Noches Áticas, como las
jóvenes en Mileto sin motivo grave aparente se suicidaban. Repitiéndose
alarmantemente los suicidios, los jueces
Milesianos decretaron que las jóvenes que se encontrasen ahorcadas fueran
arrastradas desnudas a la sepultura con la cuerda que hubieran usado, y así fue
disminuyendo el número de suicidios de mujeres por ahorcamiento.)
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